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MI CIUDAD, AH, MI CIUDAD.

POR: JOSÉ MUÑOZ COTA (✟)

Muchos años hace que llego a visitarnos Raúl Noriega, periodista, escritor, diplomático, investigador científico, y, sobre todo, doctor en amistad generosa. Llego, fatigado del cuerpo y ensombrecido por el desencanto político.

Se lamentó de la vida citadina: las circunstancias, la aglomeración, el smog, la basura. ¡Ay!, mi ciudad -me dijo- nuestra hermosa y cordial ciudad, la de los años venturosos de nuestra preparatoria.

La vida era amable y los relojes complacientes para llegar a tiempo y se gozaba del aire puro, tanto, que el maestro Alfonso Reyes había doctorado a la Capital de la Republica como la región más transparente del aire.

Pero llego la civilización. La gente huyó del campo porque su tierra no era una unidad económica y entonces, seducida por el brillo de las candilejas, se asentó en esta ciudad buscando, angustiosamente una solución a las demandas inaplazables de la miseria.

Desgraciadamente, el fenómeno se sigue repitiendo –cada vez más alarmante- y las manchas urbanas invaden los perímetros de las capitales. ¡Es tan complejo el problema!

La solución, -se nos ocurre- seria multiplicar los centros de producción en la provincia para retener a los hombres con un trabajo productivo. Porque se le da el doloroso caso que los pueblos se están quedando sin hombres –como ocurre en algunos lugares de Oaxaca- que buscan en las grandes ciudades trabajo para sobrevivir.

Porque hay que aceptar, con el criterio simplista del lugar común, que los problemas de población giran, y han girado perennemente, en torno a las necesidades y carencias, que provocan las grandes marchas de los atribulados.

Ya en las urbes, se convierten en los dramáticos milusos, aunque hay otros, convencidos de que la ciudad aplasta a los milusos, que seducidos por el espejismo del dólar deciden jugarse la libertad y a veces la vida, engrosando las filas de los indocumentados.

La ciudad de México está a punto de reventar. Sus moradores están hartos de manifestaciones y plantones que con las más justas razones impiden la ya difícil vialidad, de suyo tan congestionada.

Se ha dicho que las autoridades no van a socavar la libre manifestación de los inconformes. Pero, la enorme mayoría de los ciudadanos clama justicia, porque no es justo, que los plantones de ciudadanos mexiquenses los hagan en el Distrito Federal, cuando sus problemas competen al estado de México.

Diariamente se dan estos actos, y quisiéramos, que los funcionarios supieran –aunque solo fuera una vez- de la desesperación de empleados, trabajadores, amas de casa, etc., que necesitan trasladarse con prontitud.

No estamos contra la libertad de manifestarse. Estamos contra la manifestación que interfiere en la vida de otros ciudadanos que tienen los mismos derechos.

El imperativo de la vida, que crea el fantasma del descontento de la inconformidad, del murmullo, de la rebeldía, recorre el Distrito Federal, es la suma de los elementos que mueven al hombre rebelde tan certeramente analizado por Albert Camus.

Hieren y lastiman los cinturones de miseria, humillan y golpean la conciencia humana. El hacinamiento, la ignorancia, los niños que venden gomas de mascar, o que limpian automóviles, o que visten su miseria de payaso, son un reclamo a nuestras autoridades.

Es cierto, también, que urge una planificación familiar. Que se exija el número de hijos en cada familia, porque no hay Estado que pueda proporcionar servicios al pueblo, si la explosión demográfica es apabullante.

Es urgente decir que estos conflictos no han nacido en este periodo ni en el anterior, ni en el otro. Se han acumulado progresivamente. El panorama no es halagüeño, nuestra ciudad se hunde. Requerimos, para salvarla del naufragio, de espíritus sencillos, modestos, sin aureolas, con afanes de trabajo, varones que hagan lo que pueden, lo que está en su poder, para aliviar las mil y una enfermedades que nos aquejan.

¡Mi ciudad, ah, mi ciudad!

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