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¿LA LLORONA? POS’TA CANIJO

Por: Teodoro Couttolenc Molina.

(Parte 2)

III

Los dos hermanitos dormían cada cual en su cama, pero en una sola recámara a fin de que la niña no fuera a tener miedo. Llevaban entrambos una comprensión y amor entrañables como sólo puede haber en la infancia limpia, sencilla y llena de amor familiar. Cuando la nena gritaba “¡mano, mano!” el chamaco la papachaba y le sonreía con amor fraterno.

Desde un principio tuvieron plena conciencia de lo que ocurría a su alrededor. Sabían que la Llorona había entrado en la casa y que provenía desde la historia misma de México, lo cual no los amilanó, sino llenó de gozo habida cuenta que creían haber hallado alguien que les contara la historia mexicana con lujo de detalles, porque había sido testigo de cuanto aconteció en la época anterior a los tiempos que vivieron Hidalgo, Juárez, Díaz, Madero, Villa, Zapata y tantos otros de los cuales el chamaco contaba a la hermana que él había aprendido en la primaria; ella apenas se ensoñaba con ellos, pues aún no sabía leer ni había entrado a la escuela.

Dado que no pudieron hacer contacto con el espíritu para que les narrara la historia verdadera, pues parecía evadirlos, sin comentarlo siquiera, coincidieron en evitar el miedo ante los embates del ánima.

Por eso no les fue sorpresivo cuando la llorona se asomó por la ventana y vio a la niña de escasos cuatro años.

Advirtieron cómo sonrió cruelmente y, frotándose los huesos de las manos con fruición, penetró en la recámara.

La nena no hizo el menor caso y se volvió hacia la pared, acostada como estaba.

La Llorona la miró entrecerrando las cuencas de los ojos, recogió con lentitud los girones de su ropa, hizo una bola con el horrible cabello conteniéndolo con dos grandes tridentes rojos, colocándolos a cada lado de la endemoniada cabeza, y permaneció unos segundos pensando en lo terrible que sería para esa pequeña cuando la viera. Carcajeóse con satánico encantamiento, hasta que se deshuesó de la hilaridad. Le costó trabajo recuperar la fantasmal compostura, pero recogió su osamenta y la organizó.

Su perversa mente la llevó a urdir un plan: se acercaría a la niña y la haría volver el rostro, para que la mirara antes de emitir su terrífico vozarrón con el lamento “Ay mis hijos”. Movió la calavera zangoloteando los filosos dientes y asintiendo con la esquelética cabeza, al pensar lo que pasaría con esa nena al escuchar el pavoroso alarido que impedía la circulación en el corazón de los hombres más templados desde el imperio de Moctezuma II, monarca de los mexicas.

Con verdadera complacencia contempló a la pequeña.

Sonriendo para sus adentros, caminó hacia la chiquilla procurando no hacer ruido para no despertarla antes de tiempo. Silenció las uñas enormes de sus patas, y evitando que sus ropajes hicieran la menor frotación, ya que ni siquiera sus pelos debían volar, para evitar el golpeteo de las fricciones entre ellos.

Se acercó tanto a la criatura, que con sólo estirar los huesudos brazos la obligaría a darse vuelta y mirarla en el preciso instante en que emitiera su lamento. Se distrajo ligeramente con un sonido vaporoso que no supo si lo hizo la bebé.

Cuando extendió los miembros y sus huesos estaban a punto de tocar el infantil cuerpo, se paralizó, abrió enormemente las vacías cuencas, separó las fauces para cerrarlas de inmediato y se tapó los hoyos donde debía estar la nariz.

-“¡Qué gases asesinos de judíos, ni qué nada! – aulló – ¿Qué es esto, maldito Lucifer, que ni tú lo puedes atenuar?”

La infanta arrojó entonces el flato más atronador y pestífero que le permitieron los tacos de carnitas y frijoles acedos, ingeridos en la taquería de frente a su casa.

La Llorona corrió, pero quedó atrapada en grandes cuadros de papel gomoso atrapa-ratas y cayó cuan larga era, rebotando por un lado la calavera, por otro las extremidades, las costillas, la cadera y las demás armazones, quedando todo desperdigado.

Como pudo, pero con la mayor urgencia, recogió el desbarajuste, se reorganizó bien que mal, engulló el papel atrapa-ratas como le fue menester y huyó resoplando sin gritar hasta llegar a un charco cercano; de él echó agua en su momificada cara, a la vez que con un rollo de flores Huele de Noche, se frotaba toda, para combatir los notables olores. Tal vez lo consiguió, porque al cabo de unos minutos, suspiraba deleitándose con su propia hediondez de osamenta podrida.

Los chiquillos se miraron disfrutando la complicidad y mientras la bebé guiñaba un ojo a su hermano, éste prolongó la cara arriba y abajo, haciendo un gesto de burlón asombro en el que abría los ojos y tendiendo la boca a lo largo, agitaba la cabeza de lado a lado.

Rieron los dos hasta tirarse en sus respectivas camas. Después, tranquilamente se acostaron a descansar.

IV

La noche siguiente, el espectro decidió entrar de sopetón en el cuarto compartido por los hermanos, dispuesto a llenarlos de pavor a ambos.

Pensado y realizado: con los brazos en alto, los pelos de punta, los ojos centelleantes, flotando sobre el piso, la Llorona irrumpió en el cuarto con mucha energía empujando la puerta e iniciando su alarido: “Aaaayyyy…” pero no pudo continuar ni decir nada: una bandeja de caliente agua preparada por el párroco de la iglesia, cayó sobre la nefasta figura, haciendo hervir los ropajes de tan funesta aparición.

Se repuso de inmediato y, flotando a cincuenta centímetros del suelo, prosiguió su ataque escandalizando con lúgubres risotadas, porque pensaba que al flotar esquivaba el papel gomoso, y cuando los tizones que eran sus ojos iban a iniciar el arrojo de chispas, advirtió una risa angelical que salía de todos lados, el chamaco volvió hacia ella la cara y le enseñó los lentes en que giraban intensamente dos ojos de arcoíris profusamente iluminados que cimbró a la llorona hasta el hueco donde debía ir el tuétano de sus huesos.

En ese instante, cientos de cohetes chinos, palomas y bombas de pólvora, como los usan los pueblos para los festejos, hicieron explosión frente a la cara demudada del espanto que intentó meterse debajo de la cama del niño, pero ¡Horror! Allí era el centro preciso de los cohetes mexicanos.

Lo que más agravó el terror de la visión, fueron los bigotes estilo Dalí que los lentes llevaban pegados debajo de la nariz, la cual lucía llena de ámpulas que ya hubiera querido tener la propia Llorona.

Antes que se le ocurriera otra cosa, el chamaco le aplicó la pistola eléctrica paralizante, que provocó en la fantasmagórica mujer descargas desconocidas y tan grande dolor que la hicieron vibrar con temblor apocalíptico, provocando ruido de choque entre sus huesos.

Lastimosamente, la Llorona se encaminó, renqueando, a la escalera, que bajó con desgarrados pasos hasta que la detuvo el resto del papel gomoso atrapa-ratas, que los niños habían puesto al final de la escalera para pescar a la sombra de los ríos.

No puede caminar la Llorona. Mira a todos lados y se da cuenta de que nada puede hacer. Ni siquiera se le ocurrió lanzar el pérfido aullido que la hizo tan temida durante cinco siglos.

Desolada, con los hombros gachos, la cabeza baja y las cuencas de los ojos llenas de lágrimas que le apagaron los tizones, la Llorona se tira al piso a llorar su desventura.

Los chamacos la observan desde lo alto de la escalera y se conduelen de ella.

Entran los padres de ellos y los amenazan con propinarles las nalgadas que nunca han conocido, por lo que corren a sus camas, se acuestan y se tapan hasta a cabeza, temblando de miedo.

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