EL PIJUL.
POR TEODORO COUTTOLENC
-Chijú, chijú, chijú – era la letanía insistente, rápida, que el pájaro nunca visto cantaba todas las tardes en el patio de los Molina.
Nadie pensó jamás que tendría algo que ver con su propia conducta o el comportamiento entre sí de los miembros de esa familia. Nada, ni la televisión o el radio podían ocultar o acallar el ruido que hacía el ave.
El hijo contrató un nativo que comenzó a darle de comer y a ganarse su confianza. El avechucho gris oscuro y taciturno engullía cualquier manjar sin siquiera mirar a su benefactor. Después volaba al alero o a la rama más cercana y dejaba discurrir su letanía monótona y exasperante.
-Chijú, chijú, chijú – gritaba el ave.
Hasta que el alcohol, el calor y la sangre golpeando en el cerebro hicieron su trabajo. Medio loco, el indígena corrió por las playas y por las rocas hasta encontrar la muerte. Su cadáver ni siquiera fue rescatado por su patrón.
Los lugareños y la misma familia escuchan la voz de aquel campesino, la confunden con la del ave, porque saben que grita: pujuy, chijú, o Pijul.