AMAR LA TIERRA
POR: TEODORO COUTTOLENC
Amar la tierra, amar sus frutos
que nacen con o sin siembra.
La gran madre es ubérrima,
es humilde y sencilla.
La mano gruesa la huella,
la acaricia.
La mano suave la agosta,
la envenena, la revienta;
la calcina quemando sus entrañas.
Ella humilde, sigue creando sus ijadas
árbol, flores, aguas y semillas;
sangre, huesos, carne, pelo…
todo de ella nace y a ella se resuelve.
Palabras grandes y elocuentes
como voces pequeñas, sin renombre,
del parto de la madre han provenido.
El verde con los grises, los azules con los blancos,
todos son de su simiente… tallados como estatuas sus caminos.
Embadurné las planas con el negro
del bolígrafo. Creí escribir algo sobre la tierra,
madre fértil, sobre el cielo, espectador eterno de la vida animal;
hablar de la luz, del viento, de cuánto creció la explotación del petróleo
y el número de mantos freáticos que ensuciamos…
tantos cenotes llenos de heces.
La tierra canta en las alturas de la nieve,
en las profundidades del mar;
como en cada abeja que vuela,
en cada hormiga que anhela;
y en el musgo, en la humedad que se renueva
cada que rayos del sol la requeman;
por dentro del oxígeno lloran los rayos gamma
se escuecen los ultravioleta
cuando se mueven las ondas hertzianas.
Amar la tierra es poseerla
confundirse con ella
-redonda y hosca- hasta la muerte.